LA VIDA DE “EL MUERTO”
(Ilustración : Imágenes de Google)
(Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia)
El mismo había dicho que toda su vida había sido una jodienda. Desde que nació le fue cobrado muy caro este derecho con la muerte de su madre, la que expiró cuando él lanzaba su primero berrido anunciando su desafortunada presencia en este mundo. Así como la muerte lo acompañó desde su primer hálito de vida, la soledad se le aculó como una segunda piel debido a que junto a él estaban siempre la mala suerte y el infortunio; y nadie quería estar cerca de una desgracia. Cuando él llegó hasta sus parientes, gente muy pobre y rangalida, sintieron que un peso muy grande les había llegado para su esmirriada economía, razón por la que trataron de darle esa responsabilidad a su padre, quien rechazó acoger al menor poniendo mil pretextos para ocultar que su otro hogar sufría también los efectos de su irresponsabilidad y de su desatención.
De todos modos, a los parientes no les quedó otro camino que el de de hacerle un rinconcito al huerfanito a quien bautizaron como Miguel Romero Castro, y que más tarde los pobladores de endilgaron el sobrenombre de “El muerto”, por circunstancias que se verán luego.
Arrimado a una familia tan pobre, la niñez de Miguel conoció el costo de acostarse con el estomago lleno, de tener un cobijón y alguna ropa que ponerse. Las tareas que tenía que realizar durante el día le impidieron asistir a la escuela, y sólo pudo aprender algo en la escuelita nocturna de don Marciano, maestro particular que aplicaba a sus alumnos aquello de que “la letra con sangre entra”, lo que le había dado buenos resultados.
Se puede decir que Miguel Romero Castro fue un niño que vivió en el abandono, comiendo y no comiendo, y pegado a la calle vagabundeando. Su vida infantil la pasó como cargador de “bultos” y maletas de quienes viajaban por ferrocarril, como botador de basura, como “seguidor” de las bandas de músicos, como acompañantes de misas de difuntos y como un infaltable “zampón” a circos y maromas.
Se cuenta que en una ocasión atraído por los cánticos y por la música de las vísperas de la fiesta de la patrona del pueblo, ingresó a la iglesia acomodándose en un rincón donde el sueño lo ganó y sin que nadie reparara en su presencia, cerraron el templo dejándolo adentro. En la madrugada, el frío y las ganas de orinar lo despertaron y al darse cuenta de su situación, lleno de miedo trepó hasta el campanario y echo al vuelo las campanas causando gran alharaca. La gente creyendo que se había producido algún incendio, corrió despavorida hasta la iglesia encontrándose con la realidad de Miguel Romero, rescatándolo de inmediato.
Arrastrando sufrimientos y privaciones, Miguel llegó a la adolescencia. El camino que había recorrido en su niñez le hicieron desconfiado y retrechero, y las malas compañías lo volvieron irrespetuoso, palomilla y badulaque. Él y sus amigos, que eran tan matreros como él, con sus fechorías pusieron de cabeza al vecindario. De sus manos no se escapaban perros, gatos ni burros, a quienes ataban cuetecillos en sus colas y les prendían fuego para que estos pobres animales corrieran despavoridos a refugiarse en las casas asustando a la gente. Aprovechando la oscuridad de la noche, tomaban los escudos del Juzgado o de la Gobernación y los colocaban sobre la puerta de algún pobre hombre, o sacaban las banderas de los chicheríos y las colocaban en la casa de alguna encopetada familia, causando hilaridad entre los vecinos que muy de mañana reparaban en tal travesura, mientras producía cólera e indignación en los afectados.
Se dio el caso que en una fiesta religiosa en que Miguel Romero, dominado por el sueño y no queriendo esperar hasta las doce de la noche para ver quemar el castillo de fuegos artificiales, aprovechando un descuido de los “castilleros”, lo encendió sin que nadie pudiera detener el fuego. Los músicos que en ese momento interpretaban un vals tuvieron que cambiarlo por una marinera; y así el pueblo tuvo que ver los fuegos artificiales cuando todavía eran las diez de la noche.
Esta época pasó rápido en la vida de Miguel y cuando llegó el momento en que sus sentimientos amorosos se despertaron, estos se dirigieron a favor de Antonia con quien al poco tiempo de romance se amancebó. Esta unión fue para el muchacho como castigo por la vida “descocada” que había llevado, pues Antonia resultó ser una mujer de “ñeque”[1] que lo hizo entrar en cintura y le puso “breque”[2], convirtiéndolo en un verdadero “saco largo”, sometido a toda clase de abusos, antojos y humillaciones.
Luego de cinco años de infeliz convivencia con aquella mujer que al “amachorrarse” no le había dado hijos y que se jactaba diciendo que ella lo había compuesto, Miguel Romero empezó a sentir el deseo de ser libre, de alejarse de ella, aunque fuera muriéndose. Por eso, cuando el río estaba crecido de “monte a monte”, haciendo tumbos y remolinos, muy con la fresca, es decir, en la madrugada, se dirigió a él para proveerse de agua, no regresando conforme era su costumbre. Pasadas muchas horas, al ser buscado por su mujer, sus amigos y vecinos, solamente encontraron a su burro y a su ropa a la orilla del río por lo que, preocupados, contrataron a los mejores nadadores para que lo buscaran, los que por una semana recorrieron el Chira, aguas abajo, hasta la bocana de Colán sin encontrarlo. Y con ese desconsuelo se limitaron a darlo por muerto, pasando a velar sus ropas y rezarle un novenario por el descanso de su alma.
Cuando habían transcurrido quince años de aquel hecho y la gente lo estaba olvidando todo, Miguel Romero, una tarde, muy futre[3], retornó al pueblo ante el alboroto de unos y el espanto y sorpresa de otros. La versión que daba sobre lo que sucedió en aquella época, sembró muchas dudas, pero, claro, él sabía que todo lo acontecido había sido en forma premeditada.
La verdad de las cosas era que Miguel aprovechando que el río estaba crecido dejó su ropa a la orilla y se dejó arrastrar por las aguas, pues era un excelente nadador. Sólo llevaba puesta una trusa que había comprado a escondidas, y ya en la otra orilla se proveyó de ropa nueva y se fue de huida yendo a parar hasta Bagua donde se deslomó trabajando y viviendo ahí hasta que la querencia[4] y el deseo de ver si la treta para librarse de su mujer había dado resultado, lo jalaron a su pueblo.
El resultado había sido conforme él se lo había imaginado: Antonia, su mujer, tenía otro hombre, lo que lo hizo sentir feliz y, además, libre, aunque los pobladores le colgaron el monte de “El muerto” con el que tuvo que cargar hasta siempre.
Ya en su edad cuarentona, “El muerto” se dedicó a viajar a la zona petrolera de Talara llevando escobas para vender, negocio que le producía sus dividendos pero que tuvo que abandonarlo a causa de un fatal acontecimiento en el que se vio involucrado.
Y es que, una vez en que retornaba a su pueblo, luego de vender sus escobas, abordó una camioneta que iba hasta el pueblo de Amotape llevando un vacío ataúd. En la parte delantera sólo iba el chofer y su ayudante pero a él le pidieron que se acomodara en la parte posterior como para que le diera una “aguaitadita”[5] a la caja mortuoria.
La camioneta emprendió la marcha por la vieja carretera de Santa Lucía, y Miguel, “El muerto”, se acomodó feliz en la “olla” del vehículo. No había recorrido mucho cuando una pequeña garúa y el cielo preñado de nubes anunciaron que llovería. En efecto, al poco rato se descolgó un chubasco. Miguel, sin pensarlo dos veces, corrió la tapa del ataúd y se metió en él cubriéndose. La lluvia golpeaba con furia la tapa y cada momento que pasaba parecía que la lluvia tomaba más fuerza.
Luego de unos cuantos kilómetros la camioneta se detuvo para que subieran dos hombres que bajo un árbol, al lado de la carretera, esperaban movilidad, los que al subir y ver la caja mortuoria se persignaron devotamente.
Después de un rato, cuando ya la camioneta había bajado lentamente la cuesta de Santa Lucía, la lluvia cesó y “El muerto” al darse cuenta de ello sacó pausadamente la mano y empezó a deslizar la tapa del ataúd. Los dos cristianos al escuchar el ruido de la madera voltearon a mirar y se encontraron con aquella macabra visión. Creyendo que el difunto se estaba saliendo de la caja, los dos hombres se llenaron de terror y se arrojaron del vehículo en marcha con el fatal resultado de uno de ellos muerto y el otro herido.
Aquel incidente lo ocupó por mucho tiempo andando entre declaraciones, investigaciones y deslindes, entre policías, juzgados y tinterillos; y una vez solucionado el caso, “El muerto” abandonó el negocio de las escobas y con el dinero que había ganado se compró una piara de burros y se dedicó a vender agua en la población.
Aunque el trabajo de aguador se tornaba pesado conforme le caían los años, “El muerto” vivía tranquilo, recordando sus aventuras, alegrías, tristezas y mataperradas. Era muy feliz dentro de su soledad porque estaba viviendo en el pueblo donde había nacido, el distrito más antiguo de la provincia de Paita. Jamás se había arrepentido de sus vivencias, sólo sentía el remordimiento de que para librarse de Antonia, su ex mujer, había hecho creer a todos, su ahogamiento. Por eso muy en su interior sentía que tenía una deuda con el río lo que hacía respetarle y temerle.
Y aquel sentimiento interior tuvo su razón de ser cuando una tarde el río Chira, que estaba en su mayor crecida de la temporada, hizo vanos los esfuerzos de “El muerto” que, queriendo rescatar uno de los barriles de su piara, fue arrastrado violentamente por las aguas que lo estrellaron contra una palizada. De nada sirvieron los esfuerzos de quienes estaban cerca para salvarlo ya que sólo después de un rato lograron sacar su cuerpo sin vida.
Fue así como terminaron los días de Miguel Romero Castro, “El muerto”. Terminaron conforme alguna vez así lo había creído el pueblo. Muchos comentaban que esta muerte había sido un castigo de las fuerzas ocultas que tiene el río Chira y con las que no hay que jugarse.
La Huaca, 1° de mayo del 2015
[1] Fuerza, valor, energía, coraje.
[2] Sujeción, paralización, traba, obstáculo.
[3] Elegante, bien vestido.
[4] Apego al sitio en que se nace o se vive.
[5] Una mirada o brindar cuidado.